Nos sentábamos todas las mañanas, frente a frente en la mesa de
la cocina luego de darnos una buena estirada en la cama y quitarnos los
cheles. Amanecíamos bien, no teníamos conflictos por las noches y
nuestros tés de manzanilla y pop corns se nos hacían clásicos en las
noches de películas. No nos dormíamos hasta tarde porque la hora de
despertar se nos haría eterna, siempre preferíamos dormir a una hora
moderada. El desayuno era un ritual, uno ponía el agua para el café, el
otro batía los huevos para hacerse un omelette de jamón con queso, a
veces en los fines de semana que nos levantábamos una hora más tarde que
de costumbre, decidíamos hacer un desayuno más completo. Era como un
bufete, teníamos frutas como sandía, piña y papaya, nos gustaban el
yogurt y el cereal era indispensable. Uno siempre respetaba los gustos
del otro, era lo que hacía la buena convivencia, tanto para soportarnos
y vivir tranquilamente, aunque a veces no muy tranquilamente.
Nos
tomábamos el desayuno, ninguno de nosotros leía el diario o veía las
noticias. Lo de nosotros era más bien el silencio, pero conversábamos
poco claro está, entre el sí y el no. Tampoco pasábamos horas en la
mesa, solo nos veíamos a veces, las miradas y las risas que lo dicen
todo o casi todo, o esas que dejan dudas. En una de esas, desayuno en
domingo, antes del paseo por la tarde en el parque, me preguntó: ¿y a
dónde te gustaría ir?
No sé le dije, estoy comiendo y bajé rápidamente otra vez mi mirada al plato de cereal.
Sólo te preguntaba porque me gustaría llevarte.-
Terminemos de comer le dije y discutimos luego.
A mí me gustaría ir a Hamburgo.
A mí sólo me gustaría terminar de comer tranquilamente, le respondí.
No me gusta insistir ni discutir, pero en este desayuno vale la pena.
Todos los desayunos son iguales le dije, lo único diferente es lo que comemos.
No absoluto me respondió, los días jamás vuelven a ser iguales.
Me levanté en son de enojo, incomprensiblemente. Era neurótica.
No volvimos a tocar el tema, los desayunos volvieron a ser como siempre, las noches también y todos los rituales en casa.
Unos
meses pasaron, nos sentamos y casualmente con el mismo desayuno de lo
que hubiera sido nuestra única gran plática en la mesa, volvió a decirme
que quería viajar conmigo.
Mi estado era menos grave ya, él no
sabía de la intensidad de mi enfermedad y nunca le quise decir nada.
Pero ahora lo comprendía mejor, le dije que lo veríamos pronto, sólo que
no lo discutiríamos ese día.
Siguió insistiendo como niño para
salir de su cuna, lo hablamos detenidamente, lo comprendí y firmamos
pacto para salir de viaje.
Mientras pasaba el tiempo y esperábamos
el dichoso viaje, se nos fue haciendo costumbre la plática por las
mañanas, reíamos en el fregadero y reíamos hasta dejar limpio todo. Pero
nunca me animaba a decirle lo que me pasaba. Convivimos mucho tiempo
antes de decidir vivir juntos y del viaje y nunca pensamos en casarnos,
nos conseguimos de distintas partes, en fin.
Estaba muy emocionado
en partir y con sus ahorros me había comprado lo necesario, una maleta
morada poco grande y otros utensilios. Desde que le dije sí tenía la
sonrisa de tal payaso callejero. La última noche antes de partir nos
dormimos luego, yo estaba un poco cansada y él lo notó, me dijo nos
vamos a la cama ya que mañana es el gran día.
A las 4 de la mañana sonó el despertador, pero uno de los dos ya no estaba
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