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jueves, 16 de agosto de 2012

El desayuno en breve.

Nos sentábamos todas las mañanas, frente a frente en la mesa de la cocina luego de darnos una buena estirada en la cama y quitarnos los cheles. Amanecíamos bien, no teníamos conflictos por las noches y nuestros tés de manzanilla y pop corns se nos hacían clásicos en las noches de películas. No nos dormíamos hasta tarde porque la hora de despertar se nos haría eterna, siempre preferíamos dormir a una hora moderada.  El desayuno era un ritual, uno ponía el agua para el café, el otro batía los huevos para hacerse un omelette de jamón con queso, a veces en los fines de semana que nos levantábamos una hora más tarde que de costumbre, decidíamos hacer un desayuno más completo. Era como un bufete, teníamos frutas como sandía, piña y papaya, nos gustaban el yogurt  y el cereal era indispensable.  Uno siempre respetaba los gustos del otro, era lo que hacía la buena convivencia, tanto para soportarnos y vivir tranquilamente, aunque a veces no muy tranquilamente.
Nos tomábamos el desayuno, ninguno de nosotros leía el diario o veía las noticias. Lo de nosotros era más bien el silencio, pero conversábamos poco claro está, entre el sí y el no. Tampoco pasábamos horas en la mesa, solo nos veíamos a veces, las miradas y las risas que lo dicen todo o casi todo, o esas que dejan dudas. En una de esas, desayuno en domingo, antes del paseo por la tarde en el parque, me preguntó: ¿y a dónde te gustaría ir?
No sé le dije, estoy comiendo y bajé rápidamente otra vez mi mirada al plato de cereal.
Sólo te preguntaba porque me gustaría llevarte.-
Terminemos de comer le dije y discutimos luego.
A mí me gustaría ir a Hamburgo.
A mí sólo me gustaría terminar de comer tranquilamente, le respondí.
No me gusta insistir ni discutir, pero en este desayuno vale la pena.
Todos los desayunos son iguales le dije, lo único diferente es lo que comemos.
No absoluto me respondió, los días jamás vuelven a ser iguales.
Me levanté en son de enojo, incomprensiblemente. Era neurótica.
No volvimos a tocar el tema, los desayunos volvieron a ser como siempre, las noches también y todos los rituales en casa.
Unos meses pasaron, nos sentamos y casualmente con el mismo desayuno de lo que hubiera sido nuestra única gran plática en la mesa, volvió a decirme que quería viajar conmigo.
Mi estado era menos grave ya, él no sabía de la intensidad de mi enfermedad y nunca le quise decir nada. Pero ahora lo comprendía mejor, le dije que lo veríamos pronto, sólo que no lo discutiríamos ese día.
Siguió insistiendo como niño para salir de su cuna, lo hablamos detenidamente, lo comprendí  y firmamos pacto para salir de viaje.
Mientras pasaba el tiempo y esperábamos el dichoso viaje, se nos fue haciendo costumbre la plática por las mañanas, reíamos en el fregadero y reíamos hasta dejar limpio todo. Pero nunca me animaba a decirle lo que me pasaba. Convivimos mucho tiempo antes de decidir vivir juntos y del viaje y nunca pensamos en casarnos, nos conseguimos de distintas partes, en fin.
Estaba muy emocionado en partir y con sus ahorros me había comprado lo necesario, una maleta morada poco grande y otros utensilios. Desde que le dije sí tenía la sonrisa de tal payaso callejero. La última noche antes de partir nos dormimos luego, yo estaba un poco cansada y él lo notó, me dijo nos vamos a la cama ya que mañana es el gran día.
A las 4 de la mañana sonó el despertador, pero uno de los dos ya no estaba

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